lunes, 29 de noviembre de 2010

Temístocles o el incierto destino de los héroes


Jerjes, sentado en el trono de oro que se ha hecho instalar en un promontorio de la costa ática, se dispone a contemplar el espectáculo de la victoria de su irresistible fuerza naval sobre la armada griega. Durante días ambos contendientes han estado jugando al gato y el ratón. La flota persa, compuesta por los mejores trirremes de los súbditos de su imperio: fenicios y cilicios, carios y jonios, espera la ocasión para combatir en mar abierto. La flota de los aliados griegos: corintios y atenienses, peloponenses y eginenses, se ha guarecido en los entrantes que el Egeo abre en la costa de Salamina, esperando, con ayuda de algunas artimañas, que los persas se atrevan a entrar en el canal que separa la isla de Salamina de la costa continental.

Ya ha habido alguna escaramuza frente al estrecho Artemisio, en la punta norte de Eubea, donde la flota de Jerjes ha sido burlada, al mismo tiempo que los 300 espartanos de Leónidas se sacrificaban inútilmente en las Termópilas, tras una furiosa tormenta que la ha diezmado, pero la armada del Rey de Reyes sigue siendo inmensa y desalentadora para cualquier griego que como Temístocles no tenga una fe ciega e insensata en sus posibilidades. El Rey de Reyes espera invadir el Peloponeso y destruir la indómita Esparta del mismo modo que acaba de hacer con Atenas, que aún humea, tras recibir la afrenta diez años atrás de Maratón. Temístocles, el político ateniense, había tenido que convencer a la Asamblea con su gran talento para la persuasión de cuál era la mejor forma de derrotar a los persas: construir una gran flota. Para ello, forzó a sus conciudadanos a enviar al exilio a sus oponentes, entre ellos Arístides, y utilizar la plata de las recién descubiertas minas de Laurión en la construcción de los barcos.


La temporada anual de guerra estaba llegando a su fin aquel 29 de septiembre del año 480 a. C. Jerjes no podía esperar más. La estancia de aquel enorme ejército sobre suelo griego estaba resultando demasiado onerosa para las polis sometidas o aliadas y el suelo ático esquilmado no daba más de sí. Así que cuando, contra la opinión de alguno de sus almirantes como Artemisa de Halicarnaso, tomó la decisión de entrar en el estrecho y atacar a los menos numerosos y desavenidos griegos sólo cabía esperar una aplastante victoria. Pero no fue eso lo que Jerjes contempló desde su promontorio. Vio cómo sus capitanes se precipitaban en el ataque, se estorbaban unos barcos a otros y pronto cundía el desorden, el ataque se tornó en desbandada y los griegos de atacados en perseguidores.

Jerjes se retiró de Grecia, cruzó el Helesponto y tornó a Sardes y después a Susa para pasar el invierno. A cargo de un ejército menos numeroso pero mejor armado dejó a Mardonio, que a pesar de sus grandes dotes también sería derrotado en Platea en el verano siguiente. La estrategia de Temístocles, que siendo joven había combatido en Maratón, se había demostrado ganadora. Había tenido que convencer a los atenienses de que abandonaran su ciudad, que sería saqueada y destruida, pero los aliados tardaron en reconocérsolo. Tras de la derrota definitiva de los persas en Platea y Micala, los griegos, por fin, le rindieron honores, aunque por poco tiempo, pues, como antes le pasara a Milcíades, el vencedor de Maratón, que recibió una fuerte multa, fue enviado al exilio. Los griegos no soportaban la arrogancia, ningún ciudadano era superior a otro. Cada año escribían un un nombre en el ostrakon, un trozo de cerámica, y enviaban a alguno de sus líderes al exilio. Temistoclés se refugió en Argos, siendo declarado traidor a Atenas, y sus propiedades confiscadas, y más tarde huyó a suelo de su antiguo enemigo, el Rey de Reyes, acabando como gobernador del imperio en Magnesia. Los historiadores disputan sobre si murió de forma natural o se suicidó cuando recibió la orden del Rey de Reyes de atacar a sus compatriotas.


Esto lo cuenta Tom Holland en su Fuego Persa, un libro que comienza algo renqueante, explicando los inicios del imperio persa, quizá por la poca información disponible, pero que se torna brillante y ameno cuando explica, quizá con excesivo dramatismo -Salamina la mayor batalla naval de la historia, donde se jugaba el destino de toda Europa y de la civilización occidental-, cómo los griegos, que acababan de poner en marcha un sistema político novedoso, la democracia, fueron capaces de derrotar a un enorme imperio.

Holland describe con detalle y técnicas novelescas las disputas entre griegos, las intrigas, el espionaje, la lucha por el poder, la vida cotidiana en Esparta y Atenas, la educación, el papel de la mujer, la pompa y el boato de la corte persa. Su narración de las grandes batallas de las guerras médicas es trepidante, diáfana y ágil, pero no se inventa nada, sigue paso a paso las fuentes clásicas y las controversias entre historiadores, con un estilo que supera con creces al de los mejores escritores.

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