jueves, 2 de febrero de 2012

Despertares, Oliver Sacks


Entre 1916 y 1927 hubo una gran epidemia de la enfermedad del sueño o encefalitis letárgica. Los primeros síntomas benignos aparecían enseguida, pero la enfermedad con toda su violencia iría manifestándose en los años siguientes. Era una enfermedad extraña que se mostraba de modo dispar, bien como parálisis agitante como la denominó el médico londinense James Parkinson, desde la celeridad y el apresuramiento tanto en los andares como en el habla hasta la rigidez, catatonia o acinesia o dificultad para moverse que impide a los pacientes moverse, hablar o pensar, llevándolos a una parálisis total. Lo curioso de esta enfermedad –no sé si de todas- es que no afecta a todos los pacientes por igual, de modo que cuando empezó a ser diagnosticada a pacientes con el mismo cuadro se les diagnosticó de modo muy diverso desde delirio epidémico a poliomielitis atípica. Parece que afectó a cinco millones de personas. Un tercio murieron en las etapas agudas de la enfermedad. Los demás se recuperaron por completo y pudieron hacer una vida normal pero al cabo de unas décadas volvieron a tener trastornos neurológicos hacia la incapacidad. Durante muchos años no experimentaron nuevos síntomas pero a partir de 1930 de forma paulatina la mayoría de los supervivientes “fueron tragados por un remolino cada vez más profundo de enfermedad, desesperación e inimaginable soledad”: cayeron en el letargo, la apatía y la somnolencia, quedaron inmóviles y mudos. Fueron internados en hospitales para enfermos crónicos, en asilos de ancianos o en manicomios, olvidados por sus familiares y condenados a vivir una vida vegetal esperando que llegase la muerte. Sólo un puñado sobrevivió. Los que lo hicieron no llegaron a despertar del todo, se convirtieron en seres pasivos, en volcanes extintos, en expresión de uno de los médicos que analizó la enfermedad, sometidos a crisis intensas de alucinaciones y bloqueos que desaparecían tan rápidamente como llegaban. Sin embargo, los pacientes conservaban la inteligencia y la imaginación por lo que eran conscientes de lo que les ocurría. “Su destino era convertirse en testigos excepcionales de una catástrofe excepcional”.

            El neurólogo Oliver Sacks encontró a unos ochenta de estos pacientes catatónicos en el hospital Monte Carmelo de New York en 1966. Y asistió a su despertar, gracias al suministro de un milagroso fármaco, la dopamina o L-dopa a partir de 1969. Los pacientes y algunos médicos creyeron en sus propiedades milagrosas. Durante algunas semanas los resultados fueron prodigiosos, los pacientes parecieron despertar de su largo sueño de cuarenta o cincuenta años: caminaban, gritaban, recobraban el mundo perdido, hasta que aparecieron los efectos secundarios y hubo que abandonarlo, reducirlo o combinarlo con otros tratamientos químicos. La reacción fue muy diferente en cada uno de los pacientes. Pocos alcanzaron un equilibrio entre la ganancia y la pérdida, la mayoría volvió al estado anterior.

            Sacks narró esta historia en un libro que alcanzó un gran éxito: Despertares. En él además de describir la historia de la enfermedad y la del fármaco narra las biografías médicas de sus pacientes, uno a uno, describiendo su particularidad y los efectos de la dopamina en cada uno de ellos. El libro tuvo muchas ediciones -la primera en 1973, la que le dio fama en 1983, yo leo la edición de bolsillo de 2011-, sus historias fueron recogidas en documentales, convertidas en obras de teatro, una de ellas de Harold Pinter o llevadas al cine, en una película interpretada por Robert de Niro y Robin Williams. En las sucesivas ediciones, el libro ha ido creciendo, contando su recepción y sus efectos.

El libro no sólo trata del despertar de los pacientes catatónicos, aunque es el asunto principal, también reflexiona sobre la credulidad y los medicamentos milagro, credulidad de la que participaron por ejemplo Freud con la cocaína, Williams James con el óxido nitroso y Havellock Ellis con el mezcal, sobre la particularidad de cada paciente, la enfermedad actúa de modo distinto en cada paciente, de la conversión de los hospitales en lugares fríos, jerárquicos, que en el caso de determinadas enfermedades no contribuye a su curación o alivio.

            Oliver Sacks escribe de forma tan cuidada y sencilla que en ningún momento sentimos que lo que nos explica sea incomprensible, aun cuando describa las complejidades científicas del asunto. Sus historias se leen como una novela, inclusive son suspense.

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