martes, 21 de febrero de 2012

Gilead, de Marilynne Robinson


            Hay que alcanzar un estado de serenidad incompatible con nuestra época, la que dan los años y la experiencia, hay que desactivar las alarmas que cada uno ha ido instalando en su cuerpo en los años jóvenes, para disfrutar leyendo este libro, un estado en el que es posible vivir cada momento como un instante de plenitud. Nada hay más importante que este momento en que yo escribo y tú lees, te digo yo a ti improbable lector, le dice la escritora Pulitzer, Marilynne Robinson, a quien lee Gilead, y le dice el padre y viejo clérigo, John Ames, a su hijo, a quien deja esta larga carta que es el libro como testamento, para que la lea cuando él ya haya alcanzado la cima, cuando el último instante de vida se convierte en eternidad.

            Un ministro del Señor, que ve cercana la muerte, escribe una larga carta, con la longitud de una novela, a su hijo de siete años, para que cuando muera sepa de su vida y extraiga alguna lección. La familia pertenece a una saga de clérigos presbiterianos asentada en un pueblo perdido del medio oeste americano, marcada por el abuelo a quien recuerda, un predicador antiesclavista, de cuando la contienda entre esclavistas y sus enemigos llevó a una cruenta guerra. Los truculentos episodios del pasado se mezclan con el lento discurrir de la apacible vida del presente situado en los cincuenta, en la época en que Adlai Stevenson y Eisenhower disputaban por la presidencia. La narración, tanto de los hechos de un pasado cuasi legendario como del más o menos aburrido presente, es morosa, detallista, avanza con una lentitud geológica. Aunque la intención aducida para escribir al hijo es la de aleccionarle sobre las consecuencias de los hechos, de las palabras y de las actitudes, el escritor no puede dejar de añorar la vida aventurera familiar que ha quedado atrás, como su juventud, cuando él conoció al abuelo montaraz, estrafalario, rebelde y santo, o cuando acompañó a su padre en un largísimo viaje en busca de la tumba de ese abuelo, como tampoco puede, cuando describe el presente, separarse de los sentimientos desagradables que la vida cotidiana le genera, aunque se disculpe una y otra vez por ellos, como la vuelta a casa de su ahijado pródigo, un personaje al que se va conociendo poco a poco, un caso clínico de inadaptación, extraordinariamente bien descrito, ante el que el clérigo escritor se siente confundido y desenmascarado, incapaz de comprender y perdonar. Aunque la voz que se va desenredando y martillea la conciencia es la del viejo clérigo, aparecen muchos personajes, cada uno de ellos asociados a algún sentimiento que el narrador o su comunidad no han conseguido dominar, la locura de la guerra, la fidelidad a una idea a costa de transgredir las leyes, la teología racional que acaba en el descreimiento, la imposible convivencia entre razas incluso, en tierra de firmes convicciones religiosas, la difícil aplicación de las enseñanzas bíblicas a la vida real, la duda sobre la propia fe o sobre los valores que se han defendido durante toda una vida.

            La escritora, Marilynne Robinson, galardona con el Pulitzer por esta novela, conoce de lo que escribe, la feligresía, el debate teológico, la fe y la gracia, la Biblia, la culpa, el  perdón y el resentimiento, los celos, la codicia, pero en su escritura no hay un ápice de engreimiento, no apabulla al lector con exhibiciones innecesarias, la voz del clérigo cercano a los ochenta es creíble, como los son sus debilidades.

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