Aunque
durante un tiempo persiste la expectativa de que algún misterio se desvele o
algún trauma familiar emerja, la película procede por sedimentación, pequeñas
escenas y detalles que se van acumulando para dar consistencia a unas
relaciones sin aparente complejidad. Es en esa suma de lo simple y lo pequeño,
preparar una cena, un charla que nunca sobrepasa lo banal e intrascendente, un
paseo cuesta arriba para ver un paisaje, un partido de fútbol en la escuela, la
visita al restaurante de los amigos, los minutos que siguen a la jornada laboral
en el hospital, el coqueteo con el compañero, donde reside la bondad de esta
película, donde se capta el discurrir de cualquier vida. La vida se hace y
deshace en esas pequeñas acciones que pasan desapercibidas pero que constituyen
el tejido de nuestra existencia. Tres hermanas asisten al funeral del padre que
hace tiempo abandonó la familia para crear otra. En la nueva tuvo otra hija de
la que ahora se hacen cargo las tres hermanas. Viven en la amplia pero vieja
casa que fue de la abuela, sus trabajos no son estables como tampoco sus
novios, pero tienen lo suficiente para sobrevivir. La hermana pequeña asiste a
la nueva escuela y va integrándose en esa pequeña familia formada por mujeres.
Hablan poco o no hablan lo suficiente sobre aquello que parece preocuparles: el
padre, la madre que también las abandonó, los hombres, formar familia aparte.
Aunque esas preocupaciones terminan por aparecer de forma tangencial, sobre
todo cuando asisten a ceremonias religiosas de recuerdo. La vida de estas
chicas es funcionalmente moderna, muy parecida a la occidental: la música que
escuchan, el modo de vestir, la atención al fútbol, las vivencias cotidianas,
pero permanece la tradición en las festividades o en la conmemoraciones, cuando
se visten para la ocasión o acuden a un templo sintoísta, no muy diferente de
todos modos a las ocasionales ceremonias en las que participa un occidental.
Lo que hace
especial a esta película es la voluntad de seguir la senda del cine clásico
japonés. La delicadeza en que están montadas las escenas, el especial cuidado
del encuadre, la aparente sencillez. Una sucesión de breves escenas, en las que
nada es subrayado de forma especial, como si Hirazaku Koreeda, el director,
quisiera que no se notase su presencia tras la cámara. El espectador, sin
embargo, se ve implicado emocionalmente por la cuidada música, la interpretación
ligera y cálida, el ritmo y la atmósfera que envuelve a las cuatro hermanas. Hirokazu Koreeda. Recuerdo otra buena película suya:
Aruitemo, Aruitemo (Nadie sabe).
He visto
posteriormente Una pastelería en Tokio. La comparación era inevitable.
Si las virtudes de lo oriental también pueden rastrearse en esta película: ligereza,
falta de peso, lentitud, sin embargo, la magia que envuelve a Nuestra
hermana pequeña no está presente. Aquí no es una familia el centro de
atención, aunque sí lo es la amistad que va uniendo a tres frágiles y disímiles
personajes, el encargado de una pastelería especializada en dorayakis,
una anciana aquejada de la enfermedad de Hansen, lepra, que conoce los secretos
del an, así es como se titula la película en japonés, la salsa que
rellena los pastelillos, y una chica que no sabe si podrá seguir los estudios
de secundaria. Los tres encuentran en la empatía mutua una salida a su
excentricidad social. Si no hubiese visto Nuestra hermana pequeña, o si
la hubiese visto con otro estado de ánimo, quizá me hubiese colmado, pero vista
después, su moroso discurrir, la falta de historia se ha transformado a ratos
en impaciencia. Esta no me ha emocionado como aquella. Sin embargo, como en el caso de Koreeda, merece la pena estar al tanto de lo que va haciendo Naomi
Kawase, como cineasta y como escritora.
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