Lo primero
que se puede decir de Oliver Sacks es que fue un grafómano. Intentó duplicar su
vida en la escritura: diarios, cartas, informes médicos, anotaciones de cuanto
veía. Parte de todo eso se convirtió en libros que le hicieron famoso (Migraña,
Despertares, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, El tío
Tunsgteno, Alucinaciones), en general casos médicos llamativos a los que
tenía acceso por su especialidad en neurología, aunque también basados en la
experiencia de sí mismo, de su propia peripecia (no reconocía las caras de la
gente, por ejemplo, perdió una pierna en una excursión en Noruega, perdió la
visión estereoscópica, el cáncer). Se convirtió en una figura pública al dar a
conocer al gran público, en una mezcla de divulgación científica y curiosidad
por lo infrecuente, los casos a los que tenía acceso por su práctica médica.
Muchos colegas se lo reprocharon, no tuvieron en cuenta lo que iba descubriendo
o le acusaron de aprovecharse de sus pacientes o de estar más pendiente de la
anécdota que de la explicación y la cura. Algunos de esos libros se
convirtieron en documentales e incluso en películas de gran éxito como Despertares
(1973). Su penúltimo libro es una autobiografía: En movimiento (On
the move), de 2015, publicado el mismo año en que murió. Este libro es un
canto a la vitalidad de su autor, al amor a la vida. En él repasa su vida desde
su infancia judía en Londres hasta la muerte anunciada, como consecuencia de un
cáncer cerebral con metástasis, en Nueva York. Describe su pasión por las motos
y las largas cabalgadas por la geografía de EE UU, su apetencia gay y algunos
de los hombres que pasaron por su vida, su práctica clínica y las dificultades
para mantener de forma continuada un puesto en una institución hospitalaria,
sus amistades con científicos y el avance en el complejo mundo de la biología
del cerebro y cómo se fueron forjando cada uno de los libros que fue
publicando.
Sacks
concebía la vida, la vida de la gente con la que iba topando, como casos
susceptibles de convertirse en relatos, movido tanto por la compasión por los enfermos
con enfermedades incurables como por una enorme curiosidad. Su padre, madre y
dos hermanos eran médicos y otro hermano esquizofrénico, lo que quizá explique
sus aficiones e intereses. Habla con pasión de sus aficiones: la moto en primer
lugar, la natación, la halterofilia, las anfetaminas, de las que se tuvo que
desintoxicar. Conoció y se hizo amigo de muchas lumbreras de su tiempo, como el
poeta Auden o científicos con los que debatió de biología y neurología, Francis
Crick o Gerald Edelman, ante quien reconoce que no es un teórico pero que la
descripción de sus casos puede ser útil para quienes, como Edelman, desarrollan
teorías sobre el funcionamiento de la mente. Es apasionante el capítulo que
dedica a la evolución de la comprensión del cerebro y la mente.
Es difícil
saber si cuando veía a sus pacientes afectados por lesiones neurológicas,
acudía a sus casas ante su llamada o ante el aviso de un colega con la
intención de prestarles atención médica o como oportunidad para construir una
historia. En todo caso, dio a conocer dolencias ocultas o desconocidas hasta
entonces por sus propios colegas. El libro que le dio fama, Despertares,
estaba dedicado a pacientes de una epidemia de encefalitis letárgica,
catatónicos, que tratados con L-dopa despiertan de su sueño letárgico, aunque
solo temporalmente. También trató a enfermos de autismo, del síndrome de
Tourette, de Parkinson, de agnosia visual, de ceguera al color, de pérdida de
memoria o alucinaciones.
El libro,
como era de esperar de tan consumado escritor, se lee con gran interés y
atención creciente y se agradece esa mezcla de emociones personales e
información científica.
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