Fernando Aramburu
ha conseguido dos logros en esta novela. El primero representar con naturalidad
el fluir de la vida. El segundo, encontrar el lenguaje más adecuado para que
eso ocurra, para hacer creíbles las vidas rotas de los personajes y al tiempo
el impulso de la vida por perseverar. Se ha hablado tanto de esta novela que
supongo que todo el mundo sabe de qué va. El narrador casi invisible se centra
en el devenir de dos familias y sus numerosos afluentes, desde los años ciegos
de Eta, cuando cada semana había hombres desangrados sobre las aceras, hasta cuando
la organización terrorista proclama el alto el fuego definitivo. Una de las
familias tiene dentro a un asesino y la otra a un muerto. Ambas crecieron en el
mismo pueblo, en el interior de Guipúzcoa, cerca de San Sebastián. Eran amigos
íntimos, los hombres, las mujeres, los hijos. Ambas, euskaldunes, con gustos,
costumbres y aficiones parecidas: mujeres de iglesia, hombres de juego de
cartas en la taberna, grupo ciclista los fines de semana y chuletón de vez en cuando.
Un hombre pequeño empresario, el otro obrero.
Todo cambió
cuando uno de los hijos de la familia obrera decide pasar la frontera y entrar
en Eta. Se fueron distanciando. Unos arropados por la herriko taberna, los
otros progresivamente aislados, señalados por la cartelería y las miradas,
encerrados en casa. Los hijos fueron tomando caminos diferentes. A los tres
hijos de la familia obrera y a los dos de la familia del empresario, el
escritor les hace vivir vidas diversas: escritor y radiofonista en euskera uno,
dependienta de zapatería otra; médico y funcionaria de hacienda, los otros. Una
sufre un ictus, otro se descubre gay y se pone a vivir con un hombre. A una le
toca una vida perra y a la otra una vida lujosa, desenvuelta, moderna. Los
hombres, muy amigos, sufren en solitario, sobre uno cae la muerte en forma de
cuatro disparos, el otro, apocado, malvive. Las mujeres, las madres, las
esposas, representan la posición extrema. La madre abertzale completamente
entregada a la causa de su hijo, inflexible y ciega. La viuda con un dolor que
no puede expresar sino a través de pequeños gestos incomprendidos –la loca,
le dicen-, dolor físico y moral que no se podrá borrar más que con una, parece
que, imposible reconciliación.
Escrito con
pulso nervioso pero tranquilo, con muchos capítulos más bien breves, titulados,
con preeminencia de diálogos escuetos más que conversados, entreverado con
ligeras descripciones, secas, neutras, ajenas al adorno pinturero, el escritor
va avanzando, más atento a la evolución afectiva de los personajes, primero hacia
el decaimiento, luego hacia el optimismo vital, que al desarrollo de una
historia o a la sucesión de acontecimientos, a lo que también ayuda que no haya
construcción lineal, porque no hay un relato de los hechos sino una geografía
de los sentimientos, no tiempo cronológico sino mapa de los efectos causados
por el terrorismo etarra en la geografía humana. La máxima virtud del escritor
en esta novela es haber trasladado las formas del habla a la escritura. Los
personajes son aquí el idioma que hablan, la forma en que modulan el habla, lo
que dicen, lo que ocultan o sugieren o insinúan, los errores sintácticos, la
mezcla de lenguas. Como es un hallazgo introducir a los personajes como
narradores, mezclando el narrador en tercera persona y la primera de cada uno
de los personajes en los capítulos que se les van dedicando, una especie de
narración coral, donde no hay voces mayores y menores, sino todas igualadas,
haciendo más verosímil esta historia trágica de asesinos y víctimas, pero todos
ellos impulsados por el deseo de vivir y de vivir dignamente.
Es una
novela que podrían –que deberían- leer al mismo tiempo víctimas y verdugos, porque
nadie se sentirá ofendido o menospreciado sino comprendido. Sin ninguna equidistancia,
por supuesto. Una gran novela. Importante. ¿Moral?, ¿una novela moral? El
destrozo ha sido tan grande, el abismo del odio entre las dos orillas, no sólo
ahí arriba, también en toda España, que, cómo se sutura, cómo se tienden
puentes. La novela es civil, no es un tratado constitucional con erguidas y
marmóreas palabras, pero enseña cómo dar los pasos previos, cómo desbrozar la
senda para que los que tengan que caminar por el mismo sendero, cuando se
crucen, puedan hacerlo sin bajar los ojos ni evitar el saludo.
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