lunes, 5 de diciembre de 2016

Patria



            Fernando Aramburu ha conseguido dos logros en esta novela. El primero representar con naturalidad el fluir de la vida. El segundo, encontrar el lenguaje más adecuado para que eso ocurra, para hacer creíbles las vidas rotas de los personajes y al tiempo el impulso de la vida por perseverar. Se ha hablado tanto de esta novela que supongo que todo el mundo sabe de qué va. El narrador casi invisible se centra en el devenir de dos familias y sus numerosos afluentes, desde los años ciegos de Eta, cuando cada semana había hombres desangrados sobre las aceras, hasta cuando la organización terrorista proclama el alto el fuego definitivo. Una de las familias tiene dentro a un asesino y la otra a un muerto. Ambas crecieron en el mismo pueblo, en el interior de Guipúzcoa, cerca de San Sebastián. Eran amigos íntimos, los hombres, las mujeres, los hijos. Ambas, euskaldunes, con gustos, costumbres y aficiones parecidas: mujeres de iglesia, hombres de juego de cartas en la taberna, grupo ciclista los fines de semana y chuletón de vez en cuando. Un hombre pequeño empresario, el otro obrero.

            Todo cambió cuando uno de los hijos de la familia obrera decide pasar la frontera y entrar en Eta. Se fueron distanciando. Unos arropados por la herriko taberna, los otros progresivamente aislados, señalados por la cartelería y las miradas, encerrados en casa. Los hijos fueron tomando caminos diferentes. A los tres hijos de la familia obrera y a los dos de la familia del empresario, el escritor les hace vivir vidas diversas: escritor y radiofonista en euskera uno, dependienta de zapatería otra; médico y funcionaria de hacienda, los otros. Una sufre un ictus, otro se descubre gay y se pone a vivir con un hombre. A una le toca una vida perra y a la otra una vida lujosa, desenvuelta, moderna. Los hombres, muy amigos, sufren en solitario, sobre uno cae la muerte en forma de cuatro disparos, el otro, apocado, malvive. Las mujeres, las madres, las esposas, representan la posición extrema. La madre abertzale completamente entregada a la causa de su hijo, inflexible y ciega. La viuda con un dolor que no puede expresar sino a través de pequeños gestos incomprendidos –la loca, le dicen-, dolor físico y moral que no se podrá borrar más que con una, parece que, imposible reconciliación.



            Escrito con pulso nervioso pero tranquilo, con muchos capítulos más bien breves, titulados, con preeminencia de diálogos escuetos más que conversados, entreverado con ligeras descripciones, secas, neutras, ajenas al adorno pinturero, el escritor va avanzando, más atento a la evolución afectiva de los personajes, primero hacia el decaimiento, luego hacia el optimismo vital, que al desarrollo de una historia o a la sucesión de acontecimientos, a lo que también ayuda que no haya construcción lineal, porque no hay un relato de los hechos sino una geografía de los sentimientos, no tiempo cronológico sino mapa de los efectos causados por el terrorismo etarra en la geografía humana. La máxima virtud del escritor en esta novela es haber trasladado las formas del habla a la escritura. Los personajes son aquí el idioma que hablan, la forma en que modulan el habla, lo que dicen, lo que ocultan o sugieren o insinúan, los errores sintácticos, la mezcla de lenguas. Como es un hallazgo introducir a los personajes como narradores, mezclando el narrador en tercera persona y la primera de cada uno de los personajes en los capítulos que se les van dedicando, una especie de narración coral, donde no hay voces mayores y menores, sino todas igualadas, haciendo más verosímil esta historia trágica de asesinos y víctimas, pero todos ellos impulsados por el deseo de vivir y de vivir dignamente.

            Es una novela que podrían –que deberían- leer al mismo tiempo víctimas y verdugos, porque nadie se sentirá ofendido o menospreciado sino comprendido. Sin ninguna equidistancia, por supuesto. Una gran novela. Importante. ¿Moral?, ¿una novela moral? El destrozo ha sido tan grande, el abismo del odio entre las dos orillas, no sólo ahí arriba, también en toda España, que, cómo se sutura, cómo se tienden puentes. La novela es civil, no es un tratado constitucional con erguidas y marmóreas palabras, pero enseña cómo dar los pasos previos, cómo desbrozar la senda para que los que tengan que caminar por el mismo sendero, cuando se crucen, puedan hacerlo sin bajar los ojos ni evitar el saludo.

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